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La memoria debida. Artículo de Idoia Mendia

“No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Y nadie puede entenderlo. Ni yo mismo hoy”.  Estremece pensar que estas palabras que balbucea en la escena inicial de Shoah Simon Srebenik, uno de los dos únicos supervivientes del campo de exterminio nazi de Chelmno (Polonia), pueden ser dichas por muchas de las personas que sufrieron en nuestro país la etapa más dura del terrorismo. Salvadas las distancias y proporciones con la inmensidad del Holocausto descrito implacablemente por Claude Lanzman en su documental, lo que  subsiste en las víctimas de una y otra experiencia  es el vacío de comprensión, el anonadamiento, la incredulidad por haber padecido una tragedia tan atroz.

Para eso precisamente el Gobierno socialista del que formé parte impulsó en 2010 la celebración del Día de la Memoria-Memoriaren Eguna todos los 10 de noviembre. Se eligió una de las escasas fechas del año que no está teñida por un atentado mortal de ETA, con el fin de  recordar y dignificar a las víctimas de nuestra tragedia contemporánea. Para compensar tantos años de olvido y falta de solidaridad previos.  

Cuatro años más tarde, asentada la paz y conseguido que el terrorismo haya quedado atrás,  ese recuerdo debe ser la garantía de que no se repitan los horrores y los errores del pasado.  Y también la base de una convivencia sana en nuestro país. Porque no podemos desconocer que, acalladas las pistolas, está planteada en Euskadi una pugna lucha sorda por imponer una interpretación, un relato, de lo que nos sucedió. 

Quienes alimentaron y dieron soporte a ETA pretenden diluir su responsabilidad en el mantenimiento de la violencia terrorista en plena democracia y autonomía por la existencia de un supuesto “conflicto entre España y Euskadi” cuyo origen se hundiría en el origen de los tiempos.  De este modo, las 858 víctimas mortales de la banda, los miles de heridos, amenazados y extorsionados no serían sino meros accidentes de ese conflicto, un subproducto inevitable del mismo.

Ya sabemos que la memoria es siempre parcial y selectiva. Pero no podemos renunciar a establecer un suelo mínimo de verdad, a conseguir que el relato que se proyecte hacia el futuro de esa etapa de nuestra historia se atenga a lo que realmente ocurrió. En esa tarea, la inmensa mayoría de nuestra sociedad hemos hecho el debido esfuerzo de integración y de verdad.  La transición de la dictadura franquista a la democracia no fue fácil,  tuvo sus agujeros negros de violencia.  Y hemos reconocido como víctimas no sólo a las de ETA, sino también a las de los grupos terroristas anti-ETA que existieron, así como a las que fueron objeto de torturas y excesos policiales. Sin equiparaciones, pero sin reservas.

Ni yo ni mi partido tenemos reticencia alguna en proclamar, por ejemplo, que el de los GAL fue terrorismo de la peor especie y en reconocer su condición de víctimas a quienes lo sufrieron, aunque algunos de ellos fueran a su vez terroristas. Porque lo que define la condición de víctima es haber sido objeto de una violencia injusta.

Que se conozca, nadie en Euskadi ha jaleado los crímenes de los GAL o ha dado cobertura pública a las torturas policiales que se ha producido en la represión del terrorismo. Por el contrario, es una realidad acreditada que el terrorismo que más víctimas ha causado y que durante más tiempo alteró la paz y la convivencia contó con el apoyo explícito o la tolerancia de un sector considerable de nuestra sociedad. Esa evidencia está registrada en imágenes que no se pueden borrar.

Significaría una gran aportación al nuevo tiempo que se invoca que quienes mantuvieron esas posiciones en el pasado reconocieran también públicamente que, por muchas contextualizaciones que se hagan sobre sus orígenes, el terrorismo de ETA no tuvo justificación y que sus víctimas nunca debieron sufrir la violencia que padecieron.

Es de esto de lo que se trata cuando hablamos de memoria y de suelo ético. Porque una memoria decente tiene dos caras indisociables, el recuerdo de la dignidad de las víctimas y la deslegitimación de los victimarios, de quienes las convirtieron en víctimas injustamente y contra su voluntad.

Esto es lo que se pretende conmemorar en el Día de la Memoria, y esta es la tarea que tenemos pendiente a la hora de cimentar nuestra convivencia. El reconocimiento de las responsabilidades del pasado y el acercamiento a las víctimas no puede limitarse a acudir a una ofrenda floral o a pronunciar un descomprometido “lo siento”. Sobre todo cuando el discurso político que se mantiene y el relato histórico que se pretende escribir diluyen la principal actividad terrorista de ETA en el magma del “conflicto”.

En ese empeño se está desde el mundo de la izquierda abertzale, pretendiendo proyectar al futuro una versión del pasado distorsionada, tratando de poner distancia con una historia de violencia sin tener que pasar por el trance de ponerla en cuestión, de deslegitimarla. No sé si más adelante será factible en este país construir una memoria compartida en la que todos podamos reconocer suficientemente la nuestra particular.  Sería algo deseable, pero no parece que en estos momentos resulte posible. Una política de memoria digna impone la obligación de recordar lo que no debe ser olvidado y de no tergiversar lo que de verdad ocurrió. Estas deben ser las líneas que no podemos ni vamos a cruzar.

Es conocida la respuesta que dio el primer ministro francés George Clemenceau a un periodista que le preguntó si llegaría a conocerse algún día por qué se desencadenó la Primera Guerra Mundial.  “Desconozco cuál será el juicio de Ia historia”, vino a responder, “pero estoy convencido de que nadie dirá que Bélgica invadió Alemania”. Parafraseando  a Clemenceau, podremos discutir hasta la extenuación sobre las razones de la violencia en Euskadi y sobre el origen y la prolongación del terrorismo de ETA hasta ayer, pero nadie podrá sostener nunca que la causa fue que las víctimas agredieron a los terroristas. 

 

Artículo de Idoia Mendia publicado el 10 de noviembre de 1014 en El Correo

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